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Sobre la Ley de violencia de género

Cuando un hombre muere a manos de su ex-pareja, los medios de comunicación presentan este luctuoso suceso como otro caso de violencia de género. Nada más lejos de la realidad, sin embargo. O para expresarlo en términos jurídicamente ortodoxos: nada más lejos de lo que dispone la normativa española que regula la violencia en el seno de la pareja, la LO 1/2004, de medidas de protección integral contra la violencia de género.

Es finalidad declarada de dicha ley "actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce contra éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aunque sin convivencia" (¿hay algún hombre que no se sienta aludido?). Salta a la vista que el ámbito de protección legalmente establecido se diseña sobre la base de un esquema unidireccional, según el cual, el escenario de la agresión siempre se sitúa en el ámbito de una relación afectiva de matriz conyugal, independientemente del título jurídico de la que ésta trae causa (matrimonio o pareja de hecho). Una relación que, de modo inexcusable, será de naturaleza heterosexual.

Desde tal perspectiva, en el reparto de papeles contemplado por el legislador, el de agresor corresponde siempre y en exclusiva al hombre, mientras que el de víctima recae por exigencias del guión jurídico, en una mujer. Así pues, las conductas jurídicamente relevantes a la hora de activar el concepto "violencia de género", quedan automáticamente reconducidas a una situación fáctica, en donde el hombre ostenta, por definición, una posición predominante frente a la mujer, su mujer.

Sobre este escenario de fondo, la ley dedica una atención preferente al establecimiento de una serie de medidas de protección adicional a la mujer maltratada, tales como las órdenes judiciales de alejamiento contra los agresores, el alojamiento temporal en centros de acogida, la asistencia jurídica gratuita cuando acrediten insuficiencia de recursos económicos para litigar, la creación de juzgados de violencia de género a los que se atribuye la competencia para juzgar tales casos, etc.

En función de lo expuesto cabe preguntarse qué sucede cuando la violencia se plantea en el seno de una pareja homosexual: ¿Protege la ley a la víctima de agresiones y malos tratos cuando la misma se produce en un contexto afectivo no heterosexual? Para ambos interrogantes la respuesta es de signo claramente negativo. Como queda patente en la exposición de motivos de la ley de violencia de género, ésta nace para combatir el "símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad", el que se dirige contra las mujeres "por el hecho de serlo, por ser consideradas carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión".

Ahora bien, estando absolutamente de acuerdo con tales afirmaciones (la violencia contra las mujeres constituye una lacra social execrable cuya superación merece todos los esfuerzos por parte de los poderes públicos), no es menos cierto que esa situación de desigualdad que alimenta una discriminación constitucionalmente intolerable, no se agota en el ámbito de las parejas heterosexuales. Si la lógica que se combate es la del agresor que "actúa de acuerdo con una pauta cultural: la desigualdad en el ámbito de la pareja" (sentencia del TC 49/2008), no se entiende por qué la virtualidad de tal planteamiento tiene que limitarse exclusivamente a las relaciones de género, en donde el agresor por definición es el hombre y la única víctima, la mujer. ¿Es que acaso no es posible un intercambio de roles y hasta un cambio de protagonistas que incorpore a la escena a actores diversos?

Duda altamente pertinente si se tiene en cuenta que en nuestro ordenamiento se ha reconocido el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, considerándose que "todas las referencias al matrimonio que se contienen en nuestro ordenamiento jurídico han de entenderse aplicables tanto al matrimonio de dos personas del mismo sexo como al integrado por dos personas de distinto sexo". Exigencias mínimas de coherencia jurídica deberían haber conducido a prever mecanismos reforzados de protección en el ámbito conyugal en función del criterio de la mayor vulnerabilidad de uno de sus integrantes y no de su sexo. Al haber ignorado esta perspectiva, el legislador ha condenado a la "invisibilidad" jurídica los actos de violencia planteados en el seno de parejas homosexuales.

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